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En la conversación pública sobre la protección contra incendios, los extintores de CO2 ocupan un lugar central. No solo por su eficacia probada, sino porque en entornos donde conviven personas y tecnología, como oficinas, laboratorios o centros escolares, se han convertido en piezas imprescindibles para garantizar la seguridad. Hablamos de un aliado discreto, silencioso hasta que se le necesita, pero con una capacidad de acción inmediata y contundente.
El dióxido de carbono desplaza el oxígeno, privando al fuego de su elemento vital. La ecuación es sencilla: sin oxígeno, el incendio muere. Lo destacable es que este gas lo hace sin dejar residuos, sin dañar la maquinaria y sin generar consecuencias colaterales. Frente a otros agentes, el CO2 se comporta como un “cirujano de precisión” en la extinción: entra, actúa y se desvanece. Ni rastro, ni ceniza, ni humedad. Una ventaja crucial cuando hablamos de proteger equipos eléctricos, sistemas informáticos o bienes de alto valor.
Hoy en día, cuando la seguridad se mide en segundos, los extintores de CO2 representan la mejor defensa frente a incendios de clase B y C: líquidos inflamables, gases y equipos eléctricos. Y si nos trasladamos al terreno educativo, el debate es aún más relevante: la importancia de los equipos de protección contra incendios en centros escolares es incuestionable. En espacios donde conviven cientos de niños y adolescentes, disponer de dispositivos eficaces no es una opción, es una obligación.
De hecho, la normativa española es clara en este sentido: los colegios deben contar con sistemas de detección y medios manuales de extinción adaptados a su realidad. Y entre todos ellos, el CO2 ofrece la ventaja de la limpieza inmediata y la eficacia contra riesgos eléctricos, omnipresentes en aulas con ordenadores, laboratorios de ciencias o talleres técnicos. No se trata solo de cumplir la ley, sino de asumir una responsabilidad social con las nuevas generaciones.
Es en este contexto donde cobra sentido contar con extintores CO2 perfectamente operativos, revisados y en condiciones óptimas de uso. Porque un extintor olvidado en la esquina de un pasillo no sirve de nada si no responde cuando la emergencia aparece.
Además, la industria ha comprobado su eficacia desde hace casi un siglo. En los años veinte, el CO2 se convirtió en el único agente gaseoso disponible para extinguir incendios en sectores como el acero o el aluminio. Su uso se consolidó y hoy continúa siendo referencia en múltiples aplicaciones.
Cuando hablamos de seguridad, conviene recordar que un extintor no es un mero requisito burocrático: es una herramienta vital de respuesta inmediata. No basta con tenerlo, hay que entenderlo y mantenerlo.
Un extintor de CO2 es como un instrumento de precisión. Si no se revisa, si no se cuida, puede fallar. El protocolo dicta inspecciones periódicas, control de presión, verificación de mangueras y comprobación de boquillas. El gas comprimido debe estar en su punto exacto para que, llegado el momento, la descarga sea eficaz. Y conviene recalcar que el frío extremo que emite en el disparo es parte de su potencia: un chorro helado capaz de apagar la llama en cuestión de segundos.
Pero no todos los usuarios son conscientes de su correcto manejo. La formación es esencial. Saber dirigir la descarga, mantener la distancia adecuada y reconocer qué tipo de fuego se puede atacar con CO2 marca la diferencia entre controlar un conato o permitir que el incendio se descontrole.
Y ahí entra en juego la proteción contra incendios entendida como un ecosistema: formación, mantenimiento, planificación y cultura preventiva. Un extintor es solo la punta visible de un iceberg que empieza mucho antes, en la concienciación y en la responsabilidad compartida.
Los llamados agentes limpios son la evolución tecnológica del CO2. Halocarbonos y gases inertes forman parte de este grupo. Funcionan desplazando el oxígeno y, lo más importante, no dejan residuos. Algunos, como el Novec 1230, son incoloros, no tóxicos y especialmente indicados para proteger bienes de gran valor. Aeronaves, centros de datos, archivos históricos… todos ellos confían en este tipo de protección.
Su diferencia frente al CO2 reside en que pueden aplicarse en espacios ocupados con mayor margen de seguridad, lo que amplía sus escenarios de uso. Sin embargo, el CO2 sigue siendo la primera línea en múltiples instalaciones, por su disponibilidad, coste y eficacia demostrada.
No todo es idílico. El CO2, en concentraciones elevadas, puede resultar tóxico. De ahí que los sistemas de extinción que lo emplean a gran escala deban contar con alarmas previas a la descarga y sistemas de retardo que permitan evacuar con seguridad. Normativas internacionales como la NFPA 12, SOLAS u OSHA recogen estas medidas, conscientes de que proteger no puede significar poner en riesgo.
La experiencia demuestra que, con las debidas precauciones, el CO2 es un agente fiable. No obstante, recordar la importancia de la formación del personal y de la señalización adecuada en instalaciones es clave para evitar accidentes innecesarios.
La industria química, siderúrgica y electrónica lleva décadas confiando en este gas como primera respuesta. Pero no hay que olvidar el sector educativo. En colegios, institutos y universidades, la instalación de CO2 responde a la necesidad de salvaguardar tanto vidas como equipamientos. Un laboratorio de química en un instituto puede contener sustancias inflamables, equipos eléctricos y, sobre todo, estudiantes. Un extintor de agua podría arruinar la instalación, mientras que el CO2 resuelve el problema en segundos sin más consecuencias.
En una sociedad que busca reducir riesgos y minimizar daños, el CO2 es sinónimo de eficacia, precisión y fiabilidad. Y cuando hablamos de la seguridad de nuestros hijos en las aulas, no hay excusa que valga.
Los extintores de CO2 no son una moda ni un simple trámite. Son un recurso probado, fiable y fundamental para la protección contra incendios. Su capacidad de actuar con rapidez, sin dejar rastro y sin dañar equipos, los convierte en protagonistas silenciosos de nuestra seguridad diaria. Desde los talleres industriales hasta las aulas escolares, su presencia es garantía de tranquilidad. Lo importante es entender que, detrás de cada cilindro rojo, hay un compromiso: el de salvaguardar vidas y bienes cuando el fuego decide irrumpir sin avisar.